SITIO de MARIA ELENA SOFIA

CUENTO

Comer con las manos                   -María Elena Sofía

 

El padre los citó a los tres para el día domingo, adelantando una semana la habitual visita a la casa paterna. Algo sucedía. Escribió el mismo breve texto para sus hijos, usando el pequeño teclado del teléfono y luego seleccionando los destinatarios: Camilo, Rosy y Laurita.

Llegaron puntuales, cada uno en su propio vehículo. No habían puesto obstáculos ni excusas para asistir al pedido del padre. No imaginaban qué hecho tan sobresaliente habría sucedido en esos días como para interrumpir el perfecto calendario de almuerzos familiares.

El problema era la madre.

―Resulta que ahora, empezó a comer con la mano ―dijo el padre como frase concluyente pero era el principio de la enumeración detallada de nuevos hábitos, raros, que la madre adquiría rápidamente, como en los últimos tiempos, y le hacía la vida imposible. La madre sufría los problemas mentales de una senilidad adelantada, les explicó el médico, aunque a los 69 años ya nada puede ser prematuro.

―¿Ese era el asunto urgente? ―murmuró Camilo. Las hermanas habían quedado calladas, expectantes, tal vez dudando también de la relevancia de la noticia.

―Se trata de su madre ―respondió el padre, en un tono que pretendió severidad.

Lo sabían. Ellos eran sus hijos, habían estado en su panza mientras ella tejía sus gorros y botas de lana para el invierno, mientras les cantaba. Ellos la conocían más que él, que dormía junto a ella. Estaba tratando de poner una distancia que no existía y hacerlos responsables de algo que tampoco tenía razón de ser.

―Vos no tenés la culpa de lo que le pasa a mamá ―respondió Camilo suavemente.

El padre supo entonces que sus hijos estaban grandes, que ya no tenía autoridad ni control sobre ellos, y que ningún intento de manipulación funcionaría con estas tres personas adultas que tenía enfrente.

La madre apareció y los saludó como si fuesen una visita agradable. Camilo no entendió por qué al verla presentarse cruzándose el camisón sobre el pecho –ya lo usaba permanentemente, casi no salía del dormitorio-, cuando ella los miró así, como a unas personas simpáticas que la visitaban, él recordó a Selva, una gata que había tenido en la infancia, en esa misma casa. Selva había parido cuatro gatitos y él había observado todo el proceso, ella alimentándolos y cuidándolos celosamente, enseñándoles a comer, a pelear, a cazar… Un día, cuando Camilo les llevó la comida Selva ya no compartió su ración, se mostró huraña con sus cachorros y terminó echándolos enojada, mostrando sus uñas y encorvando el lomo. Aquel día Camilo debió alimentar a los gatos dentro del galpón. No supo por qué esa mirada con que su madre los recibió le recordó a su gata de la infancia.

La comida ya estaba lista: arroz con pollo. Y la mesa estaba perfectamente preparada. Las hermanas nunca lavaron un plato. Él tampoco. Jamás debieron realizar ningún tipo de tarea o trabajo mientras vivieron allí. Sus padres les proveyeron todo, deseaban que sus hijos se enfocaran en el estudio y en prepararse para el futuro. Se ocuparon de ellos como perfectos asistentes. Exigieron un poco más de las hijas mayores que de Camilo; con él fueron permisivos por ser el pequeño y por cargar con una operación quirúrgica destinada a corregir una falla cardíaca. La había corregido, sin embargo ellos protegieron a su pequeño con esta excusa todo lo posible. Camilo es enfermo del corazón. Consiguieron permisos médicos para eximirlo de hacer gimnasia en el colegio, no le permitían salir con sus amigos, le llamaban la atención si entraba corriendo desde la calle o permanecía mucho tiempo con los animales. Mientras aún era estudiante de Farmacia, Camilo fue aceptado para trabajar en un laboratorio. Sus hermanas ya se habían ido de la casa, una con diploma y la otra con diploma y esposo, por ello le resultó difícil decidirse. Pero lo hizo. Ahora concurría al gimnasio dos veces por semana y los sábados jugaba al fútbol con sus compañeros de trabajo.

Tomaron sus sitios en la mesa. El padre en la cabecera, la hija mayor y la esposa a su derecha, Camilo y la otra mujer a la izquierda. Rosy y Laurita continuaban hablando de sus cosas como una extensión de sus diarias llamadas telefónicas: una había diseñado una página web para vender los productos del negocio de su esposo y la otra le decía que eso era extraordinario. Que ella había subido unos videos a You Tube explicando algunas recetas aptas para celíacos, y había logrado en pocos días una gran repercusión. Su hijo Tomasito era celíaco. Todos decían que así, flacucho y enfermizo, se parecía a su tío Camilo.

Él no quería ser padre, al menos no por el momento. Le contentaba ser tío, ir a buscar a Tomasito los fines de semana y llevarlo al estadio. Con el parecido físico todo el mundo los consideraría padre e hijo. Y eso era todo, una cuestión de apariencias, similitudes, familiaridades…

El padre aguardaba con disimulada ansiedad que la madre comenzara a saciarse con la voracidad y forma en que les había referido a sus hijos. Tal vez esperaba que lo hiciera en extrema medida, para que ellos entendieran su desesperación.

Camilo notó eso, se adelantó mentalmente a los hechos imaginando a su madre hacer lo que el padre les había contado. Y antes que la catástrofe ocurriese tuvo esa idea. Una pequeña luz que se transformó inmediatamente en movimiento: estiró el brazo y alcanzó a tomar con la mano derecha el muslo de pollo que sobresalía de la fuente, como nadando en el arroz. Lo tomó y enseguida le dio un tarascón. Con un gesto aprobatorio estiró la otra mano y capturó un trozo de papa que venía sucia de salsa roja y alguna arveja adherida. Y la metió en su boca… Mientras comía sintió alivio. Le pareció ver que una de sus hermanas dejaba los cubiertos junto al plato, desechándolos. Paseó su mirada por todos los comensales, que habían quedado petrificados, y entonces vio los ojos de su madre, que lo miraba. Lo miraba fijamente y de esa forma, que ahora no era la misma, y le decía:

―Nene… ¡¿Qué estás haciendo?!

 

 

 

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